El cine según Antonin Artaud
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "El cine" de Antonin Artaud
Treinta y seis años antes de que las masas descubrieran a Antonin Artaud en el monográfico que le dedicó la madrileña Casa Encendida en 2009, y lo hicieran además con un alborozo semejante al que experimenta el adolescente fascinado con la creación alucinada al saber del episodio de la oreja de Van Gogh, Artaud ya era un mito entre los cinéfilos merced a su breve pero brillante filmografía silente a las órdenes de maestros de la talla de Carl Th. Dreyer y Abel Gance. Supongo que también lo sería entre los amantes de la escena, pero el teatro jamás ha tenido el más mínimo interés para mí.
De esa alta consideración en que las minorías cinéfilas tenían a Artaud con anterioridad a la muestra referida -por cierto, primera dedicada al polifacético artista francés en nuestro país- da prueba el pie de imprenta de El cine. Publicado originalmente en el Libro de Bolsillo de Alianza Editorial en 1973, yo me hice con una segunda edición fechada en 1982. Recuerdo que, junto los guiones de Antonioni y de Godard, fue uno de los primeros textos de cine de tan entrañable colección que adquirí.
Lo que no recuerdo es por qué no lo leí hasta la semana pasada. El caso es que, desde que mi amigo Chema -aquel antiguo cinéfilo del que hablaba en el asiento anterior- me descubrió a Artaud, he leído y escrito mucho sobre el francés, a quien incluso dediqué una de las entradas de mis malditos, heterodoxos y alucinados. Pero este breve texto -ciento veintiocho páginas, más otras cinco dedicadas a las fastidiosas notas al final- amarilleó entre mis estantes hasta que hace algún tiempo, muy probablemente aguijoneado por la actualidad que Artaud cobró con la muestra de la Casa Encendida, decidí dar cuenta de él.
Traducidos por el realizador Antonio Eceiza los aquí reunidos son algunos de los escritos que Artaud dedicó al cine. Con ese denominador común, ensayos, cartas y sinopsis se suceden conformando uno de esos libros que pesan más por su autor que por su contenido. "Reivindico, pues, los filmes fantasmagóricos, poéticos, en el sentido denso, filosófico de la palabra, films psíquicos", contesta el francés en una entrevista reproducida en la página 7.
Aunque a menudo su pensamiento se pierde en esas disertaciones sin conclusión, que cabe esperar en alguien que padeció graves trastornos psiquiátricos a lo largo de toda su vida, esos desequilibrios no impiden la lucidez que Artaud demuestra al apuntar que la potencia de las leyes del cine "reside en el hecho de que su ritmo, su velocidad, su alejamiento de la vida, su aspecto ilusorio, exigen la rigurosa criba y la esencialidad de todos sus elementos. Esta es la razón por la cual el cine necesita los temas extraordinarios, los estados culminantes del alma" (pág. 8).
Igualmente brillantes son sus consideraciones sobre la imagen silente. Como René Clair, Chaplin y tantos otros es un decidido defensor del silencio frente al cine sonoro. Aunque entonces, a finales de los años 20, resultara inevitable y ahora se haga difícil de entender, lo cierto es que el cine abandonó la imagen silente sin haber llegado a experimentar con ella hasta sus últimas consecuencias y la cámara vio cercenada su movilidad en aras de los blindajes que le exigía el micrófono.
Romanticismos arcaicos aparte, Artaud también es brillante puesto a disertar sobre el retrato que el tomavistas hace de los objetos, sobre la "embriaguez física" que produce la rotación de las imágenes y otros procedimientos fundamentales del cine, que él tiende a considerar desde el punto de la abstracción puesto que quiso hacer un filme abstracto: La concha y el reverendo.
Antiguo miembro de la Revolución Surrealista -su historial psiquiátrico, a la altura del de Nadja fue el mejor aval ante Breton-, también escribe: "El pensamiento claro no nos basta, nos da un mundo usado hasta el agotamiento. Lo que está claro es lo que es inmediatamente accesible, pero lo inmediatamente accesible es la simple apariencia de la vida (págs. 14 y 15).
Las descalificaciones que dedica al Buñuel de Un perro andaluz (1928) y La edad de oro (1930), y al Cocteau de La sangre de un poeta (1930), nos descubren a un Artaud rabiado porque se le ha apartado del surrealismo cuando este empieza a llamar la atención de la aristocracia y a ser financiado por ella. De hecho, varias de las cartas que se reproducen, fueron enviadas a una dama llamada Ivonne Allendy en busca de producción para La concha y el reverendo. Según se desprende de su sinopsis, de haberse llegado a realizar, dicha cinta hubiera sido claramente deudora de la secuencia de los curas de Un perro andaluz.
Pero Antonin Artaud nunca llegó a rodar ni esa ni ninguna de las sinopsis incluidas al final del libro. Al no describir el asunto, sino los planos mediante los que debería contarse, se hacen de difícil compresión. A excepción de la última, una adaptación de El barón de Balantrae, de Robert L. Stevenson que hubiese dado lugar a un interesante film.
Publicado el 1 de enero de 2013 a las 23:15.